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El Dios cristiano y la experiencia del mal

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Mensaje por Janek 7/4/2013, 11:59 am

Abro este tema para compartir nuestras ideas sobre por qué existe el mal. Si Dios es todopoderoso y misericordioso, ¿por qué, entonces, permite el mal y no lo elimina? Es un problema muy antiguo; de hecho, es el dilema de Epicuro.
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:13 pm


Este tema suscita una doble perplejidad. La primera atañe al concepto mismo de mal. Es un concepto que remite a realidades muy distintas en su origen y en su estructura. El mal es demasiado distinto en sus variadas encarnaciones. La división tripartita clásica (mal moral, mal físico, mal social) delata ese carácter multiforme, poliédrico, del concepto. Lo que legitima el uso del mismo vocablo o término para designar entidades diversas es que todas ellas producen el mismo efecto: dolor. La esencia abstracta del mal hiere, desgarra, hace sufrir. Hay situaciones y realidades que, cuando nos afectan, lo hacen negativamente y convierten la existencia humana en una experiencia agónica o trágica.
La segunda perplejidad se refiere a cómo puede ser posible creer desde la experiencia del mal. Iluminar la compatibilidad de fe y dolor, mostrar que la fe es compatible con la percepción y el sufrimiento del mal es uno de los objetivos de este tema abierto, porque precisamente tal compatibilidad es uno de los rasgos clave de Jesús de Nazaret. También Jesús, Él más que ningún otro, creyó desde la experiencia del mal.


Última edición por Janek el 7/4/2013, 1:26 pm, editado 4 veces
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:13 pm


Hacer un rápido inventario de las actitudes que suscita fuera de la teología el tema en cuestión puede servir para deslindar los campos y destacar la originalidad de la posición de Jesús de Nazaret. Vayamos uno por uno.


Última edición por Janek el 7/4/2013, 12:27 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:19 pm


El mal, antiteodicea.
«¿Todavía crees en Dios? Maldice a Dios y muérete» (Jb 2,9). Este brutal exabrupto de la mujer de Job anticipa, con una crudeza sin igual, la primera y más extendida reacción que el mal provoca en la secularidad.
Veamos ahora el tema del dilema epicúreo:
«O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede. O puede, pero no quiere quitarlo. O no puede ni quiere. O puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente. Si puede y no quiere, no nos ama. Si no quiere ni puede, no es el Dios bueno, y además es impotente. Si puede y quiere –y esto es lo único que le cuadra como Dios que es–, ¿de dónde viene entonces el mal real y por qué no lo elimina?»
El mal representa el alegato supremo contra Dios, es el descrédito de la idea de Dios. Es la «roca del ateísmo». El mal genera, en primera instancia, el ateísmo. Pero cabe aún una hipótesis más radical: el antiteísmo. Resulta más piadoso afirmar «Dios no existe» que afirmar «Dios existe, pero es un canalla».
En la primera mitad del siglo XX, la cultura tecnocrática abarató de nuevo el mal. El proyecto tecnocrático desemboca en una sociedad apática, embotada para el sufrimiento propio y ciega para el sufrimiento ajeno. Dicha sociedad, porque puede atajar este o aquel mal, alardea de poder abolir un día el mal. Mientras tanto, lo niega, lo ignora o lo devalúa de una forma drástica.
Pero el optimismo tecnocrático se da de bruces con la realidad, esta vez en forma de guerras mundiales, campos de exterminio, archipiélagos Gulag, bombas atómicas de napalm, etc. Y puesto que la negación de Dios estaba ya suficientemente consolidada, este nuevo choque con la realidad conduce a la negación de sentido. El mal ha puesto en marcha un proceso que comenzó declarando a Dios inexistente y que termina declarando al mundo insensato. De la antiteodicea se transita sin solución de continuidad al antisentido.
La cuestión que se debate hoy es si es posible «vivir después de Oświęcim (Auschwitz)». Después de Oświęcim, la sensibilidad no puede menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, de aquel trágico destino[1].
«Ésta es nuestra cruda verdad…: el mundo es un desastre cuya cima es el hombre, la política es un simulacro y el Soberano Bien es inaccesible»… «Somos los cautivos de un mundo donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo… La muerte absoluta es el presente objetivo de la humanidad».[2]
Las soteriologías laicas sólo saben postular y prometer, del mal, su abolición. Esta actitud trivializa el mal, que, de misterio ontológico, se degrada a problema técnico, con lo que se incide otra vez en un vano optimismo neoleibniziano (el mundo no es tan malo como parece y, en todo caso, tiene arreglo). Además, prometiendo su abolición en el futuro, dichas soteriologías hacen de él un sinsentido en el presente, desarman al que sufre hoy y lo dejan sin recursos ante la fatalidad de un sufrimiento todavía no superable.  





[1] T.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid 1975
[2] Henri-Lévy, B., La barbarie con rostro humano, Barcelona 1978, pp. 73, 105, 119
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:21 pm


El mal, pro-teodicea.
«Existe el mal, luego no existe Dios y, por ende, no hay sentido». Es la meditación secular sobre el mal, pero cabe aún otra salida: «Existe el mal, luego, tendría que existir Dios». Ya Santo Tomás de Aquino había advertido (Contra Gentes, 3,71): «quia malum est, Deus est» («Porque el mal existe, Dios existe»). Es la existencia de Dios lo que hace del mal un enigma torturante. En el libro de Job podemos comprobar que lo que alimenta el furor de Job no es el dolor que sufre, sino el silencio de un Dios que calla. De no creer Job en Dios, todo le sería infinitamente más sencillo, bastaría con dejarse morir sin tantos aspavientos.
Quien, ante el acoso del mal, no quiere renunciar a la idea de un universo con sentido o al postulado ético de la justicia, ha de volver a tomar en consideración la hipótesis ‘Dios’, aunque no le llame ‘Dios’, (el nombre es lo que menos importa).
Un teólogo judío (Eugene B. Borowitz) se pregunta por qué el ateísmo no ha logrado arraigar en la sociedad israelita superviviente al genocidio nazi. He aquí su respuesta:
«El nuevo ateísmo nos usurparía nuestra indignación moral, y a esto es precisamente a lo que la comunidad judía nunca renunciará. Hace algunas décadas podría haber tolerado un ateísmo que mantuviera en pie la moral. En la actualidad, la ética secular es un mito que desaparece, y el ateísmo significa nihilismo, lo que equivale a perder el fundamento moral desde el que se lanza la protesta hacia Dios»… «No era posible la incredulidad a causa de la afirmación moral inherente a la misma protesta. Podíamos no hablar, pero no podíamos no creer».[1]
El mal funciona como anti-teodicea, pero puede funcionar también como pro-teodicea. A la razón no dispuesta a capitular ante la sinrazón del sinsentido absoluto y de la iniquidad irrevocable le resta sólo la anhelante sospecha de que quizá exista un «absolutamente otro» que salve in extremis a la realidad de la irracionalidad del mal.
Mientras operemos con el Dios deísta, la pregunta sobre el mal no tiene respuesta. El ateísmo tampoco es respuesta. No por decir «existe el mal, luego Dios no existe» se ha avanzado un palmo en el esclarecimiento de la cuestión.
¿Es posible creer desde la experiencia del mal? La razón pura responde: no; este universo no es digno de crédito. La razón práctica, en cambio, apuesta por una postrera acreditación de la realidad, se atreve a nutrir esperanza en una instancia última que termine justificando el universo, librándolo del juicio sumarísimo y del consiguiente ajusticiamiento a que lo ha sometido la razón pura.
Esta actitud de la razón práctica es razonable. Lo es hasta el punto de poder tildar de incoherencia a la razón pura. Si el mundo no es cosmos, sino caos irreparable, si la existencia no posee ningún sentido, la lógica racional debiera decretar la dimisión de la vida, la negativa a prolongar la trágica farsa. ¿Por qué entonces la gente sigue viviendo?
Los discursos del «todo es igual», «todo es inútil», «nada merece la pena», conducen al derrotismo, bloquean todo posible movimiento de resistencia al mal, entregan inerme al inocente a la violencia que lo destruye, desmantelan su capacidad de reacción. Por eso la razón práctica ha tenido siempre, y seguirá teniendo, firmes valedores.
Mientras que el pesimismo radical es un fenómeno minoritario, elitista, la actitud generalizada, espontánea e irrefleja del hombre de la calle ante la vida es la actitud afirmativa. El hombre propende connaturalmente a acoger la realidad, a aceptarla, más que a repudiarla o negarla. ¿Por qué? Porque se intuye que la esperanza es más razonable que la desesperación –y más sana también–; que la inevidencia del sentido no equivale a la evidencia del sinsentido; y que, en fin, al hombre le es consustancial la credentidad y la fiducialidad, la capacidad radical de conferir crédito y albergar confianza.
El Dios cristiano no se identifica con la divinidad canallesca de la antiteodicea, pero tampoco nada tiene que ver con la trascendencia tapagujeros de la proteodicea; relegan a Dios a la periferia en vez de descubrirlo en el solo lugar que le corresponde si de veras existe, que es el centro, el núcleo de lo real.
¿Quién y cómo es ese único Dios realmente creíble para la fe cristiana? ¿Cuál es la relación de este Dios frente a nuestro interrogante? La palabra que Job le demandaba ¿ha sido pronunciada o Dios continúa mudo?



[1] «Esperanza judía y esperanza secular», en VV.AA., El futuro como presencia de una esperanza compartida, Santander 1969, p. 100.
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:23 pm


El mal en el horizonte de Jesús de Nazaret.
En primer lugar hay que tener muy presente que Dios ha proferido su Palabra última, definitiva y supremamente reveladora en Jesús. Jesús es, Él mismo, la Palabra de Dios en persona. La respuesta divina al misterio del mal y del dolor no va a ser un discurso sino toda una vida; la vida de Su Palabra hecha carne. ¿Cómo ha vivido Jesús la experiencia del mal?
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:24 pm


El mal en la experiencia de Jesús.
Jesús parece haber comprendido su ministerio público, entre otras cosas, como un duelo a muerte contra el demonio. Entiéndase como se entienda la realidad satánica y el enfrentamiento con ella, lo que no ofrece duda es que Jesús no ha trivializado el mal. Le ha reconocido una envergadura, un espesor y una densidad sobrehumanos. Jesús encara el mal a sabiendas de que es algo tremendamente serio, poderosamente devastador.
Por otra parte, Jesús no se ha dejado deslumbrar por el mal. La experiencia del mal no ha sido su única experiencia; dicha experiencia se da para Él en el marco de una excepcional capacidad para el gozo, la serenidad y la paz. De la figura de Jesús irradian rasgos de credentidad y fiducialidad inherentes a toda condición humana sana, y está totalmente ausente el sentimiento trágico de la vida.
Y, sin embargo, Jesús ha conocido y sondeado en profundidad el cáliz amargo del sufrimiento. La historia de la pasión es la historia de la desdicha, de una situación en que se acumulan las tres dimensiones del dolor (físico, psíquico y social). Jesús no sólo ha soportado una tortura corporal de indecible crueldad, sino que ha padecido el fracaso de su misión, el entenebrecimiento de su propia identidad, el eclipse del Dios que constituía su polo de referencia permanente, la negación y el abandono de los que le seguían, el descrédito público de su causa, el escarnio de sus pretensiones. En Él se cumple con creces el destino de aquel enigmático siervo doliente vislumbrado por el Deutero-Isaías. La historia de Job se iguala y sobrepuja en el último tramo de la historia de Jesús. La escena de Getsemaní, más quizás que la del Gólgota, representa la quintaesencia del dolor químicamente puro; este hombre, que bascula patéticamente entre la oración a Dios y la cercanía física de los amigos, a la búsqueda angustiosa de un consuelo que no encuentra, porque Dios calla (como callara ante Job) y a los amigos les ha entrado el sueño, este hombre es verdaderamente el arquetipo de la desventura, el vivo retrato de la desdicha.
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:26 pm


La respuesta de Jesús.
La respuesta de Jesús al mal consiste en el amor. Un amor al hombre y a la realidad que le lleva a aceptarlos tal y como son. También por lo que resta en ellos de malo y deficiente. Ésta es la novedad de su actitud. Las personas menos amables (pecadores públicos, leprosos, pobres e ignorantes) son las más amadas, justamente porque no pueden dar nada a cambio del amor que se les ofrece gratuitamente. Las situaciones más desesperadas son no ya soportadas, sino acogidas justamente porque en ellas se alumbra la posibilidad insospechada de esperar contra toda esperanza.
Junto al amor, la fe. Jesús no comprende el mal que padece. Llegó un momento en la vida de Jesús en el que se borraron todas las respuestas y quedó en pie sólo un porqué. Nada hay más sensato y más humano que este porqué cuando no se ve la razón de una suprema sinrazón. Jesús ha creído en Dios, no a pesar o al margen de, sino desde la experiencia del mal. Ha creído confiadamente en un Dios que, pese al mal presente, era Abbá. El único hombre que, además de poseer un conocimiento exhaustivo del mal y del dolor, se preció de conocer a Dios como nadie, no encontró mejor palabra para nombrarlo que este término balbuciente con el que los niños hebreos decían papá. Incluso en Getsemaní, el Dios de la derelicción continúa siendo Abbá. No es el acto puro de las filosofías, ni la justicia impasible de las teologías de la expiación penal. El Jesús de Getsemaní no se obstina en seguir llamando a Dios Abbá; da fe de este Dios y cree tenazmente en Él.
Jesús no se ha comportado ante el mal como un asceta, sino como un místico. El asceta pretende domesticar el mal, acostumbrándose a él en porciones sabiamente dosificadas. El místico, por el contrario, cree en la victoria sobre el mal, porque cree en un Dios digno de crédito. No aspira a la ataraxia o a la apatía, porque no se resigna pasivamente al mal. De otro lado, sabe que él solo no se basta para vencerlo, pero confía en recibir como don la cuota de victoria que no puede obrar como conquista. Y esta certidumbre le inclina a afirmar y amar una realidad que, de otra forma, tendría que ser renegada. El símbolo de esa realidad es la cruz. Pero el místico sabe que se trata de una realidad ex éxodo, cuyo destino es la resurrección.
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Mensaje por Janek 7/4/2013, 12:31 pm


EL DIOS CRISTIANO Y LA EXPERIENCIA DEL MAL
1. Un Dios consufriente.
Aquí se emplaza el escándalo más insoportable del cristianismo; el que repugnó a judíos y gentiles, horrorizó a Arrio y a Nestorio: que en Getsemaní sufrió Dios, que en el Gólgota murió Dios. Nosotros creemos no en un Dios apático sino en el Dios que compadece y consufre.
En los campos de exterminio nazis, ¿dónde estaba Dios? Pues, Dios estaba allí, en cada uno de los que eran torturados y asesinados; Dios consufría con todos y cada uno de ellos. Todo no es más que el eco de una sentencia de Jesús: «lo que a uno de éstos hicisteis, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). El hombre que pide a Dios que intervenga, no sabe que ya está interviniendo. Pero como víctima, no como espectador o verdugo. La teología que exige la intervención de Dios en este momento para evitar este mal no es teología cristiana, pues ignora que el Dios verdadero es un Dios simpático, consufriente, no apático; y ya está en escena, no causando, enviando o permitiendo el mal, sino sufriendo en mí y conmigo; tampoco suprimiéndolo, sino mostrándolo asumible, desvelándome que incluso en ese mal hay sentido o, mejor, que a través de esa noche oscura amanece ya la aurora de la salvación.
La teodicea deísta declara a Dios inocente del mal del hombre; la teología cristiana declara a Dios sufriente del mal del hombre. La teodicea cree a Dios capaz de evitar el mal al hombre. El Evangelio cree al hombre capaz de inferir el mal a Dios y proclama Dios a alguien que ha sufrido ese mal. La religiosidad humana remite al hombre necesitado al poder de Dios en el mundo. La Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios. Los cristianos creemos en el Dios Hijo que sufre y muere con y por el hombre. Pero, ¿qué ocurre entretanto con el Dios Padre?
El Nuevo Testamento dice: «tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn 3,16); «El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros…» (Rm 8,32). En estas dos frases se rechaza que el Padre sea causante, cómplice o tolerante del dolor del Hijo; se insinúa que el Dios consufriente de que hablábamos antes no es sólo el Hijo entregado, sino también el Padre que nos lo entrega por amor a nosotros, y del que hay que suponer que queda afectado, no se sabe en qué misteriosa medida, por la suerte de su Unigénito.
2. Experiencia del mal y praxis de la fe.
La fe cristiana imprime al tema un sesgo rigurosamente inédito. El mal no es problema a solucionar antes de creer en Dios; el mal es la situación en la que Dios se nos ha revelado tal cual es; como aquel que lo vence asumiéndolo solidariamente y transmutándolo en semilla de resurrección. El mal deja así de ser un problema soluble teóricamente para convertirse en un misterio a esclarecer vivencialmente. El cristiano afronta el mal animado por una doble certidumbre:
a) Creer desde la experiencia del mal, desde la cruz, es creer desde la esperanza en una victoria sobre el mal, desde la esperanza en la resurrección. No es posible la fe sin la esperanza. Si el horizonte último de la realidad fuese el señorío inexorable del mal, la idea de Dios y la fe resultarían imposibles y odiosas. Porque existe el mal, sólo es creíble como Dios un crucificado a quien el Padre resucitó de entre los muertos.
b) Creer desde la experiencia del mal, creer desde la cruz, es alienarse contra el mal experimentado, contra toda forma de crucifixión. Si el creer entraña el esperar, dicho creer puede ser un modo de huir. Pero no. Esperar es operar en la dirección de lo esperado. Si se alberga la convicción de que el mal será totalmente vencido mañana, ello significa que puede ir siendo vencido hoy. La esperanza en la victoria quiebra el fatalismo del mal como destino irrebasable; esa esperanza está contra la pasividad resignada y postula la actitud militante que es apuesta por la solidaridad en el dolor, por la confianza en la victoria sobre el dolor; que incluye la fe en la resurrección y en la vida, inseparable de la fe en la creación.
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